LA BOLSA
A Luis Kohan, después de aquello, le era difícil respirar. Nunca creyó que pesara tanto y si lo hubiera sabido quizás no lo hubiera hecho. Pero no había marcha atrás. Vio un rastro viscoso que salía de la bolsa, enorme y llena. Había pasado demasiado tiempo. Quién le mandaba meterse en eso, cuando lo que siempre hacía era dejar que los demás lo hicieran por él. Lo suyo eran los números, los datos, nada manual, que para eso era Director del Instituto de Investigación. Pero estaba ella, con sus ojos claros y su pelo rubio. Se sentía un estúpido, haber querido impactarla, decir -mira lo que puedo hacer, aunque no me lo pidas-. Le gustaba la sensación de ser un adolescente lleno de canas pero al mismo tiempo, le avergonzaba.
Quería quitarle una molestia de en medio, que ella se sintiera libre y descansada, por lo menos aquella noche y ahora él se veía arrastrando la bolsa. Pensó cómo podría limpiar el rastro, que formaba ya como un pequeño riachuelo color rojo y se sobresaltó por si manchaba el suelo de parquet nuevo. Al menos no había llegado a la alfombra blanca que ella compró a precio de oro pulido. Era incapaz de negarle nada. Quizás los demás se rieran de él a escondidas, tal vez fuera demasiado típico que un hombre de mediana edad se enamorara de aquella doctoranda de Kiev. Y las convenciones se le agarraban a la tripa, se la retorcían y le avergonzaban, pero ya era tarde.
Recuperó poco a poco la respiración mientras llevaba la bolsa a la cocina. Era el mejor lugar donde dejarlo. De repente, oyó como la puerta de casa se abría y ella entraba.
Sorprendida, le preguntó qué hacía, mientras él sacaba, uno a uno todos los ingredientes de la cena. Y mirándola con ojos de cachorro travieso le dijo con voz suave – se me ha deshecho el helado de frambuesa, cariño-.